Orlando

Virginia Woolf (1882-1941)

 

 

Una cosa es el verde en la naturaleza y otra en la literatura. La naturaleza y las letras parecen tenerse una natural antipatía; basta juntarlas para que se hagan pedazos.

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El pensamiento es harto conocido para que valga la pena escribirlo.

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¿Cómo hablar a un hombre que no le ve a uno, que está viendo sátiros y ogros. Que está viendo tal vez el fondo del mar?

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La separación entre la melancolía y la dicha no es más ancha que el filo de un cuchillo.

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Todos los extremos del sentimiento son afines a la locura.

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Todo acaba en al muerte.

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Porque en todo cuanto decía, por franca y voluptuosa que pareciera, había algo escondido; en todo cuanto hacía, por más audaz, algo oculto… la claridad solo era exterior; dentro había un fuego errante.

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Ruina y muerte, reflexionó, lo cubren todo. La vida del hombre acaba en la tumba. Los gusanos nos devoran.

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¿Es preciso que el dedo de la muerte se pose en el tumulto de la vida de vez en cuando para que no nos haga pedazos? ¿Estamos conformados de tal manera que diariamente necesitamos minúsculas dosis de muerte para ejercer el oficio de vivir?

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Una vez que el mal de leer se apodera del organismo, lo debilita y lo convierte en una fácil presa de ese otro azote que hace su habitación en el tintero y que supura en la pluma.

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La naturaleza, que nos ha jugado tantas malas pasadas, confeccionándonos tan híbridamente de arcilla y de diamantes, de arco iris y de granito, encajando todo en un molde, a veces de manera incoherente […] La naturaleza, que se complace en lo misterioso y lo turbio, ha complicado su tarea y ha perfeccionado nuestra confusión, suministrándonos un surtido completo de retazos… En lugar de ser duras y honestas obras de una pieza de las que no se puede abochorna ningún hombre, nuestros actos más habituales están como aureolados de un temblor de alas, de una ascensión y una caída de luces.

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No llegó nunca a saber si era el genio más sublime o el mayor mentecato de la tierra.

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La oscuridad teje una bruma alrededor del hombre: la oscuridad es amplia, sombría y libre; la oscuridad deja que el alma siga su camino. Sobre el hombre ignorado se derrama la piadosa efusión de la oscuridad. Nadie sabe de dónde viene ni adónde va. Puede buscar la verdad y decirla; solo él es libre, solo él es verídico, solo él está en paz.

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No hay, en el tumultuoso pecho del hombre, una pasión más fuerte que la de imponer su creencia a los otros. Nada puede secar la raíz de su dicha y llenarla de ira como saber que otro desprecia lo que él venera.

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No es el amor de la verdad sino el deseo de prevalecer el que se opone.

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Debemos modelar nuestras palabras hasta que se ajusten minuciosamente a lo que pensamos.

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Altas murallas del pensamiento, costumbres que parecían tan perdurables como la piedra, se habían derrumbado como sombras al mero contacto de otro espíritu y habían revelado un cielo desnudo y estrellas nuevas.

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¡Qué fantasmagoría es la mente y qué depósito de cosas incompatibles!

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Por diversos que sean los sexos, se confunden. No hay ser humano que no oscile de un sexo a otro, y a menudo solo los trajes siguen siendo varones o mujeres, mientras que el sexo oculto es lo contrario del que está a la vista.

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Ese era precisamente el defecto del gran mundo en Arlington House. Ellos también mueven la cola, saludan, ruedan, babean y rascan, pero lo que es hablar no pueden.

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Esa misteriosa mixtura que llamamos sociedad no es buena o mala en absoluto, sino que encierra un espíritu volátil y poderoso, que produce embriaguez cuando uno lo juzga encantador, y náuseas cuando uno lo juzga repulsivo.

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En algo, posiblemente, hay que creer […] Solo podemos creer enteramente en lo que no podemos ver. […] Cuando menos vemos, más creemos.

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En tal casa se creen felices; en tal otra ingeniosos; en una tercera profundos. Todo es una ilusión (lo cual no significa un reproche, porque las ilusiones son lo más necesario y lo más precioso que hay en el mundo, y quien puede crear una sola es un máximo bienhechor), pero como es sabido que las ilusiones se hacen pedazos en cuanto las toca la realidad, la verdadera dicha, el verdadero ingenio, la verdadera profundidad no se toleran donde la ilusión prevalece. […] Los huéspedes creían [143] ser felices, creían ser ingeniosos, creían ser profundos, y como lo creían, otras personas lo creían aún más.

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Un hombre destructor de ilusiones es a un tiempo fiera y diluvio. Las ilusiones son al alma lo que la atmósfera
es a la tierra. Destruid ese tierno aire y muere la planta, palidece el color. La tierra que pisamos es un rescoldo. Pisamos un erial y nos lastiman los pies guijarros candentes. La verdad nos deshace. La vida es sueño. El despertar nos mata. Quien me roba los sueños, me roba la vida.

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El tanteo de dos hormigas ciegas, momentáneamente reunidas por el azar, sin un interés en común, en un desierto renegrido.

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La luz la deslumbró, y vio además de unos seres degradados de su propio sexo, dos pigmeos miserables, en un país desierto. Ambos estaban desnudos, solitarios, indefensos. No podían hacer nada el uno por el otro. Cada uno era una carga para sí mismo.

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Todos los secretos de un escritor, todas las experiencias de su vida, todos los rasgos de su espíritu, están patentes en su obra, y sin embargo exigimos comentarios críticos y relatos biográficos.

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En cuanto hemos perdido toda fe en el comercio humano, la disposición casual de unos galpones y de unos árboles o una parva y un carro nos proponen un símbolo tan perfecto de lo inalcanzable que recomenzamos la busca.

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Ya se conocían tan bien que se podían decir cualquier cosa, lo que equivale a no decir nada o a decir cosas tan estúpidas y vulgares como el mejor procedimiento para hacer una tortilla, o dónde comprar el mejor calzado en Londres, cosas que, fuera de su marco, no tienen brillo, pero que, dentro de él, son de una pasmosa hermosura. Porque una sabia disposición de la naturaleza ha determinado que nuestro espíritu moderno casi pueda prescindir del lenguaje: las expresiones más comunes bastan, ya que ninguna expresión basta; por eso la conversación más vulgar esa menudo la más poética, y la más poética es precisamente la que no se puede escribir.

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«¿Estás segura de no ser un hombre?», le preguntaba ansiosamente, y ella repetía como en un eco: «Será posible que no seas una mujer?» […]  Y así seguían conversando, o más bien comprendiendo;  operación que constituye el arte principal del lenguaje .

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Ella quería estar sola; que los sentía a los dos como puntos en un desierto; que solo quería hacer frente a la muerte; porque la gente muere cada día, se mueren en la mesa, o así, en los bosques otoñales; y con las hogueras chisporroteando.

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Decía efectivamente «estoy muerta», y se abría camino como se lo abriría un fantasma entre las hayas pálidas como espectros y se internaba profundamente en la soledad como si ya se hubiera cumplido el breve chisporroteo de rumor y de movimiento y ella estuviera en libertad de elegir su camino.

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El mundo proseguía como siempre. Mientras ella escribía, el mundo había continuado. Exclamó: «¡Si yo me hubiera muerto, hubiera sido lo mismo!»

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Uno nunca, nunca, debía decir lo que pensaba.

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El pensamiento, que no es más que un barquito, cuando suena la música, mecido por las olas; en el pensamiento, que es el más zurdo y extravagante de todos los transportes, sobre las azoteas y las puertas, donde hay ropa tendida.

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Soñar en más dé lo que se puede decir.

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No esos sueños que salpican la aguda imagen como hacen con la cara los espejos manchados de las posadas rurales: sueños que astillan el todo y nos descuartizan y hieren, y nos dividen por el medio en la noche cuando quisiéramos dormir; sino el sueño, oh sueño, tan hondo que todas las formas quedan molidas en un polvo de infinita blandura, agua de vaguedad inescrutable, y ahí, envueltos, amortajados como una momia, como un gusano, quedemos acostados en la arena en el fondo del sueño.

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Ha pasado tiempo sobre mí […] No hay cosa que ya sea una sola cosa.

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La verdadera duración de una vida, siempre es discutible.

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Porque si hay (digamos) setenta y seis tiempos distintos que laten a la vez en el alma, ¿cuántas personas diferentes no habrá que se alojan, en uno u otro tiempo, en cada espíritu humano?  […]  «¡Ven, ven! Este yo me harta. Necesito otro». Pero tampoco es fácil, porque uno puede llamar y el requerido puede no presentarse; estos yo que nos forman, uno apilado encima de otro, tienen lazos en otra parte, simpatías, pequeños códigos y derechos propios, llámense como quiera (y para muchas de estas cosas no hay nombre) de modo que uno de ellos no acude sino en los días de lluvia, otro en un cuarto de cortinas verdes, otro cuando no está Mrs. Jones, otro si le prometen un vaso de vino —etcétera; porque nuestra experiencia nos permite acumular las condiciones diferentes que exigen nuestro yo diferentes —y otros son demasiado absurdos para figurar en letras de molde.

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¿Entonces qué? ¿Entonces quién? Treinta y seis años, en un automóvil, una mujer. Sí, pero miles de otras cosas también.

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Siempre vuela hacia el mar y siempre le tiro palabras como redes que se encogen, como he visto encogerse las redes que no traen sino algas; y a veces en el fondo queda una pulgada de plata: seis palabras. Pero nunca el gran pez que habita las grutas de caracol.

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Es verosímil suponer que cuando se habla en voz alta, los yo (que bien pueden ser más de dos mil) sienten su división, y se están llamando, pero que al efectuarse la comunicación se quedan silenciosos.

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Contempló todo esto —los árboles, los ciervos, el césped— con la mayor satisfacción, como si su espíritu fuera un líquido que fluyera alrededor de las cosas y las abarcara absolutamente.

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Palabras desprovistas de belleza, de interés, de valor intrínseco, pero ahora tan henchidas de significado que cayeron como nueces maduras, y demostraron que basta rellenar de significado la piel arrugada de lo cotidiano, para que esta satisfaga nuestros sentidos.

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Le gustaba pensar que cabalgaba sobre el lomo del mundo.

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Escribir versos, ¿no era acaso un acto secreto, una voz tratando de contestar a otra voz?

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8 Respuestas a “Orlando

  1. Ante todo, gracias Nona por recordarnos todos estos pensamientos de Virginia World.
    Voy a destacar dos reflexiones con las que no comulgo:
    «Una cosa es el verde en la naturaleza y otra en al literatura. La naturaleza y las letras parecen tenerse una natural antipatía; basta juntarlas para que se hagan pedazos.»
    «El pensamiento es harto conocido para que valga la pena escribirlo».

    Y del resto destaco:
    «Debemos modelar nuestras palabras hasta que se ajusten minuciosamente a lo que pensamos».

    Un fuerte abrazo.

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    • 🙂 La primera que citas yo la entiendo como que al escribir jamás puedes llegar a explicar en letras todo la maravilla que está ante tus ojos.
      La segunda la extrapolo un poco a lo que pasa en la actualidad, que todos queremos escribir, aunque no todos estemos capacitados para ello. Tal vez se podría ligar un poco con la que subí no hace mucho «¿Lector o escritor?».
      Un abrazo, Isabel.

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